El misterioso no-festival anual “Burning Man” reunió en su edición 2024 a más de 70 mil asistentes en el desierto de Nevada, a 145 kilómetros de la ciudad más cercana: Reno. Es un sueño “neohippie” sin los servicios habituales, salvo agua, hielo y asistencia médica.
Aunque parece un festival de música avant-garde, nada se vende ni se cobra ahí, salvo el boleto de acceso que sólo sustenta los gastos, además del transporte aéreo para llegar en avión privado a un paraje deshabitado, a decenas de kilómetros de la ciudad.
En los últimos días de agosto, cada año, se levanta una “ciudad” bautizada como Black Rock City, que debe ser desmontada al término del encuentro, de modo que cada quien debe llevar lo que considere necesario para sobrevivir una semana.
Los asistentes deben llevar una casa de campaña, remolque o casa rodante, y en pleno siglo XXI no está permitido el comercio ni el uso de dinero, por lo que, de precisar algo que no se lleve consigo, se recurre al trueque.
La organización instala un “aeropuerto emergente” para dar cobertura a los cientos de avionetas y aviones privados que arriban, con todo y expertos controladores aéreos, para la seguridad de los invitados… ese es un dato para dimensionar la excentricidad del encuentro.
El personal del no-festival colabora de manera voluntaria, incluyendo los operadores del aeropuerto; sus gastos se sufragan con el servicio extra que se ofrece a quienes no poseen aeronaves por ser llevados y traídos de San Francisco al desierto de Nevada, y viceversa.
El costo del viaje redondo es de unos tres mil dólares; además de 600 por el acceso y 140 de estacionamiento ─si se llega vía terrestre─. Un dato que revela lo “movido” del asunto: el festival, que este año concluyó el 2 de septiembre, registró 326 operaciones de vuelo.
El perfil sonoro es “raver”: techno, progressive y house-tech, con todo y su hermandad y unidad con la naturaleza. En la última edición destacaron DJs y productores como Diplo, Carl Cox, Lee Burridge, Goldfish, Charlotte de Witte, Skrillex, Black Coffee, Nina Kraviz.
En 1986, Larry Harvey y Jerry James, durante un solsticio de verano quemaron una figura de madera de 2.7 metros de altura en Baker Beach, San Francisco, un arranque simbólico para el “Burning Man”.
El ritual fue prohibido en San Francisco y trasladado al desierto, y desde entonces es un fenómeno que atrae a todo mundo en medio de un paisaje distópico ─representación de una sociedad imaginaria, injusta y caótica, en la que nadie querría estar─ a lo “Mad Max”.
El evento lo producía la compañía Black Rock City, pero desde 2013 lo hace “Burning Man Project” ─firma sin fines de lucro─ y se organiza en otras ciudades de Estados Unidos e internacionalmente en campamentos con el mismo espíritu de comunidad y autosuficiencia.
Cada año, adopta una temática: “Animalia” (2022), “Walking Dreams” (2023) y este año “Curiouser & Curiouser”, que inspirada en “Alicia en el país de las maravillas” invitó a los “burners” ─como llaman a los asistentes─ a explorar desde la curiosidad, lo irracional y lo absurdo.
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Aunque los asistentes desembolsan una buena suma, el no-festival es una paradoja en la que gente con mucha riqueza paga para vivir la austeridad: sobrevivir a un sueño que combina los ideales comunales de finales de los 60, con el mundo distópico de ‘Mad Max’.