Cada diciembre, mientras miles de devotos recorren calles, templos y santuarios, una melodía se eleva al unísono: La Guadalupana.
Este canto, presente en peregrinaciones y misas en honor a la Virgen de Guadalupe, forma parte del paisaje sonoro del país con tanta naturalidad que pareciera haber existido desde siempre. Sin embargo, su origen está ligado a dos figuras esenciales de la música mexicana: Manuel Esperón y Ernesto Cortázar Hernández.
La canción escrita en los años 40 ha trascendido fronteras mucho más allá de lo que muchos imaginan. Aunque su corazón late en el Tepeyac, también ha resonado en espacios emblemáticos a nivel mundial, como el Vaticano y la Catedral de Notre Dame en París, Francia.
Su historia incluso roza, de manera indirecta, al ícono Pedro Infante debido a la cercana relación del actor con uno de sus compositores.
Uno de los artífices de esta obra fue Manuel Esperón, pianista y creador cuya huella en el cine mexicano es imposible de ignorar. Su trayectoria es monumental: participó en la música de 489 películas y registró más de 900 canciones que se integraron para siempre al imaginario popular.
Entre sus composiciones más reconocidas se encuentran Amorcito corazón, No volveré y Flor de azalea, piezas que acompañaron a figuras como Jorge Negrete, Pedro Vargas, Libertad Lamarque, Tin Tan, Flor Silvestre y Pedro Infante. Su talento también cruzó la frontera, colaborando con estudios como Walt Disney.
El otro creador de La Guadalupana fue Ernesto Cortázar Hernández, compositor originario de Tamaulipas y cofundador de la Sociedad de Autores y Compositores de México.
Su obra incluye canciones que hoy ocupan un lugar privilegiado en la tradición musical del país, como Noche de Ronda y Juan Charrasqueado. Aunque murió en 1953 en Jalisco, dejó sembrado un legado que lo consagró como uno de los letristas más representativos de su época.
La unión del talento de Manuel Esperón y Ernesto Cortázar Hernández, dio origen a La Guadalupana, una pieza escrita en un momento en que la devoción hacia la Virgen de Guadalupe impulsaba expresiones artísticas en todo el país, desde música hasta poesía y pintura.
Su fuerza radica en la sencillez melódica y en una letra profundamente vinculada a la tradición religiosa mexicana.
Lo que distingue a esta composición es su capacidad para atravesar generaciones sin perder relevancia. Es un canto que se aprende en casa, que se entona en procesiones y que se reconoce con apenas escuchar los primeros acordes en cualquier región de México.
Más que un himno religioso, La Guadalupana se ha convertido en un símbolo cultural y emocional que acompaña celebraciones multitudinarias, ceremonias íntimas y eventos en escenarios internacionales.
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Al final, Manuel Esperón y Ernesto Cortázar Hernández, no solo escribieron una melodía devocional: dejaron un legado permanente. La Guadalupana permanece como un puente entre fe, música y tradición, un himno que sigue vivo en el corazón de millones.
Fuente: Excélsior
