Vimos estos días en las redes la “confesión”, tras tortura y antes de ser ejecutado, del policía José Antonio Archi Yama, y la respuesta de varios espectadores fue creer firmemente lo que dijo o, por evidencia en las pausas, lo que leyó.
¿Hasta dónde ha llegado el poder de los criminales que manejan sus propias redes de propaganda con un público (nosotros) cautivo que cree lo que difunden a pie juntillas, como si fuéramos parte de ese ejército de traficantes, matones, secuestradores y extorsionadores?
No cabe duda que para reclutarnos el crimen no necesita necesariamente pagarnos con el dinero que gana a costa del sudor y sufrimiento de otros; familias enteras que han perdido hijos, esposos, madres, hermanos.
Les damos rating y credibilidad a lo que difunden y lo que hacen, así sea el crimen más atroz.
No nos detenemos a pensar, como lo hacemos con otros poderes, si nos están manipulando; ni exigimos, siquiera, que muestren la cara. Menos, los llamamos cobardes.
Les hemos dado más de lo que podrían esperar: el poder sobre nosotros. Y así, es difícil recuperar cualquier reducto de paz.