Christine Armstrong, una experimentada nadadora de 63 años, se adentró en las aguas de Tathra Beach, Nueva Gales del Sur, Australia, sin imaginar que sería su última vez. Una mañana, como tantas otras, Christine y su grupo de amigos, todos veteranos nadadores, llegaron a la playa al amanecer. Para ellos, el tramo de agua entre Tathra Wharf y la playa era un refugio familiar donde el oleaje les daba la bienvenida cada día.
Christine, con 14 años de experiencia nadando en esas aguas y una vida dedicada al entrenamiento en el club de surf local, encontraba en el océano un espacio de paz y libertad. “Nadar es libertad”, solía decirle a su esposo Rob, con quien compartió 44 años de matrimonio. Esa mañana, Christine saludó a sus amigos, ajustó sus antiparras y se adentró en el agua con la confianza de quien conoce cada corriente.
A mitad de la travesía, el grupo de nadadores mantenía un ritmo tranquilo. Christine, como siempre, iba un poco más adelante. La quietud del agua esa mañana daba la sensación de que todo estaba bajo control.
De repente, el mar comenzó a agitarse en sus profundidades. En la superficie, las señales eran sutiles: un grupo de aves marinas que sobrevolaban con calma empezó a agitarse. Las gaviotas y los patos comenzaron a zambullirse y volar nerviosos sobre la zona. Fue entonces cuando uno de los nadadores vio la aleta. Saliendo del agua como una cuchilla, un tiburón se acercaba sigilosamente.
No hubo gritos. Nadie escuchó el desgarrador sonido de una presa atrapada. La oscuridad del océano tragó a Christine sin advertencia. Sus compañeros, absortos en la quietud del momento, no percibieron el peligro inminente. Desde la playa, todo parecía normal, el horizonte ondulado por el suave vaivén de las olas.
El tiburón, de casi 4 metros, atacó con precisión. Un golpe, una mordida, y el agua continuó fluyendo, sin rastro del caos. Rob, nadando detrás del grupo, ajeno a lo que sucedía, apuró el paso hacia la orilla al ver la aleta, creyendo que Christine ya estaría fuera del agua. “Ella debió haberlo visto también”, pensó. Todos aceleraron el ritmo, unidos en el miedo, pero seguros de que Christine estaba a salvo en tierra firme.
Al llegar a la playa, se abrazaron y respiraron aliviados. El peligro había pasado. “Lo logramos”, se decían unos a otros, agradeciendo la suerte de haber escapado. Sin embargo, faltaba alguien. Christine no estaba en la playa. Mientras los demás celebraban, su ausencia comenzó a sentirse como un vacío creciente. Buscaron en la arena, en los vestuarios, gritaron su nombre al viento. Pero no hubo respuesta.
Al día siguiente, la verdad apareció con brutal claridad: la corriente había traído hasta la orilla su gorro de baño, sus antiparras y lo que quedaba de ella.
En el tiempo que siguió a la tragedia, las conversaciones sobre la convivencia entre tiburones y humanos se volvieron más frecuentes.
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Muchos se preguntan si se puede hacer algo más para proteger a los nadadores sin dañar a los tiburones, que son vitales para el equilibrio ecológico.
Con información de Infobae